Se acurrucó a los pies de su dueño, como todos los días a esa hora, la mejor del día. En la que el sol mira de soslayo, y las estrellas que empiezan a asomar te regalan la certeza de seguir vivo. En la que la noche te traerá la promesa de un mañana. Esa hora, de ese día, en que él sonríe un poco más ancho que de costumbre. Porque irán a buscarla.
Y vio partir de nuevo, y de nuevo, regresar, a las palomas. Una y otra vez. Tenía tantas cosas que contarles... De la pena que olía en el viejo del banco de la plaza, y que mucha veces le daba pan. Del brillo mojado como un mar en los ojos de los hombres que volvían a sus casas, con el paso cansado y las pupilas brillantes, reflejando un horizonte cada día más lejano. De las manos de su amo, ajadas, parsimoniosas, esculpiendo el tiempo perfecto que habita entre su navaja y la ligera madera prendida entre los dedos, como se prenden las alas de una mariposa entre las rosas blancas del jardín de su amada.
Pero hoy no estaría triste; hoy era ese día en que él sonríe, se levanta un poco antes que de costumbre y, al ritmo del violeta que despierta a la luna, caminan juntos a buscarla. Y se enamoran de nuevo, ese breve lapso de un tiempo inmenso en que duermen las cadenas.