miércoles, 21 de agosto de 2013

SAN PEDRO DE ARLANZA



Monasterio de San Pedro de Arlanza
Orilla del rio Arlanza, Burgos. Siglo X.



En algunos rincones olvidados duerme  el tiempo.  La memoria escasa se hace cómplice, enmaraña de enredaderas sabias y somnolientas los muros, antaño inmaculados, de algún recoveco dónde, en otro entonces, alguien amó a alguien.
Lejanos ecos de otros bullicios, de otras inquietudes y otras preguntas, quedaron presos en un viento atrapado en el laberinto de lo que nunca ocurrió.
Allí, a solas con la soledad, la nostalgia ocupa un espacio tan antiguo y vacío que no puedes ver el final. Se extiende el alma, así, y ocupa y respira, sugiriendo otros destinos, miles, los postreros rayos de una tarde cualquiera.
Y, apoyado el corazón en su trino, también él solo, recorre con vuelo pausado las ruinas bajo el añil. Con la vista cansada, nunca de mirar, juego a verlo esconderse en la arraigada hiedra, tras el tronco milenario, bajo la piedra tapizada de ayeres. El tiempo y yo nos cruzamos un instante; en el que entendemos.
Otro instante después, me voy, y olvido.




































sábado, 17 de agosto de 2013

DE DUENDES



-          Te has pasado, Lar- Nyra replicó a su hermano menor en el tono especial, el único que Lar respetaba.-No me gusta verla así.
Lar frunció un poco el ceño, incluso pareció entristecerse un momento.  Enseguida se recuperó. Los movimientos rápidos e histéricos de Elena por toda la estancia, arrancaron otra risilla maliciosa del pequeño.
-          ¡Que se lo devuelvas!- Nyra empezaba a enfadarse de vedad.
-          Está bien- contestó Lar, algo airado. Pero que conste que lo hago porque es la única con la que podemos ir  al bosque.

Después de un buen rato llorando, mientras revolvía sin coherencia toda su habitación, Elena bajó. Se sentó en un rincón del sofá, sin acomodarse mucho. La penumbra reinaba ahora en un hogar habitualmente invadido por la luz alegre de las últimas tardes, más frescas, del verano.
Su pensamiento viajó un instante a los colores del otoño que, pronto, regresarían como un bálsamo para el  irreal y tórrido frenesí del verano. A Elena le gustaba el sol; pero no tanto. Entre destellos dorados viajó al tiempo en que paseaba con su madre entre árboles canela, mientras su padre se afanaba en preparar la vendimia. El marrón tan viejo de los muebles la trasladó a otra época, a la que cada vez tardaba más en llegar, llena de matices, de sonidos y olores distintos a los de hoy.

Una especie de chillido agudo que reconoció al instante, la hizo levantarse y, sigilosamente, acercarse al gran ventanal al lado de la chimenea. La pequeñísima golondrina la miró fijamente, sin ningún temor, con su cabecita ladeada, como preguntándole algo. Y, en un momento que pareció el corte traicionero y limpio de una daga que no ves venir, levantó su vuelo, y se fue.



-          Hasta pronto, amigas-. Su conversación imaginaria con las golondrinas era normal. Le encantaban. Eran fascinantes. Siempre volvían. A pesar de que su vecina se empeñaba en destruir sus nidos y  gritarles enfurecida por mancharle las ventanas. Siempre podía esperarlas. Siempre estarían allí en primavera, ese día mágico en que las encontraba, recién levantada, sobrevolando su balcón, como saludándola otra vez. Ese día en que todo era nuevo, y todo saldría bien.

De repente recordó el joyero de terciopelo verde  que le había regalado su hermana. Volvió corriendo arriba, entró en su habitación y lo localízó en la esquina más protegida de su mesa. Allí estaba su collar. No recordaba haberlo puesto allí, aunque tenía  buena memoria. Que extraño. Inmaculado, con sus piedrecillas verdes, doradas, violetas, ocres, luciendo brillante como nunca. Lo cogió suavemente y lo besó. Después, lo dejó donde estaba siempre, o siempre debía haber estado. Su amuleto más preciado; se rio de sí misma, y de su fijación con ciertos objetos, de gran valor sentimental  para ella.
Bajó corriendo las escaleras, levantó todas las persianas y, con la luz de la tarde invadiendo un espacio en otro tiempo gris, cogió su móvil y llamó a su hermana

-          Ya lo encontré, Sara. ..Sí, en el joyero- rio un momento. Lar tembló, invadido por una emoción desconocida para él; se sorprendió, y se sintió distinto. Nyra sonreía. La risa franca y musical de Elena era diferente. Ningún otro humano emitía un sonido igual, o al menos, él no lo había oído jamás.
Entre unas orejillas puntiagudas y un flequillo muy rubio y muy desaliñado, los ojos de Lar, tímidos ahora,  avanzaron la mirada y  encontraron  los de Nyra, que como dos enormes almendras del color de los ojos de los gatos, se clavaron en los suyos, atravesando la penumbra del salón, cual la espina más fina de la más bella de las rosas. La mueca dulce y satisfecha de su hermana, le hizo sonrojarse.
Elena, por supuesto, no les veía, ni sabría nunca que existían. Aunque siempre estarían con ella y, después de siempre, con su recuerdo.

-          De acuerdo- la voz de Lar sonó sincera. Jamás arrepentida, un duende no hace eso.
-           La próxima vez que vayamos  al bosque, dejaré que encuentre al fin las frambuesas, y esa flor que tanto le gustó aquella vez.
-          Te dije muchas veces que ella era distinta-, Nyra contestó con cierta suficiencia, desde su sonrisa perfecta.



Se quedaron un buen rato mirándola, casi todo el atardecer. Sentados en la aérea cornisa de la chimenea, observaron cómo Elena se preparaba para cenar. Lar no pestañeó mientras analizaba sus movimientos elegantes, su canturreo feliz, sus rizos castaños resbalando por los hombros. Y esa sonrisa que no había visto.  Y se le ocurrió pensar que, algún día, le enseñaría el sendero oculto tras cien hayas, el que conducía  a aquel claro sagrado del bosque, a aquella fuente mágica dónde las hadas hacían las piedras de la Dicha, muy parecidas a las que formaban su gastado y querido collar.





miércoles, 7 de agosto de 2013

SANGRE CALIENTE



Un día se me ocurrió enseñarle a mi madre el blog. Sí, lo sé…Pero una madre, es una madre. Yo la miraba anonadada mientras “pasaba las páginas”, con su dedo modelado por la artrosis, por la pantalla táctil de mi móvil de última generación, con una habilidad que me hizo avergonzarme de mi vanidad. Mi madre tiene setenta y cinco Junios. Cuando acabó, le pregunté qué le parecía.
”Muy bonito”, me dijo. Como cuando era pequeña y le enseñaba uno de mis dibujos,  y me decía: “es precioso, hija; y esto… qué es, un árbol?...”
“No, mami: es un oso”
“Ah, claro! que tonta” yo me quedaba mosca, trataría de esforzarme con los osos. Pero me sentía la niña más feliz del mundo.
Por tanto, como nos conocemos desde entonces, le digo: “¿Es un poco ñoño, no, mamá?…Se sincera”, esperando que ¡por dios!, no sea demasiado sincera.
Y, efectivamente, siendo sincera en la justa medida, me responde: “bueno….un poco. Pero ya sabes que a mí me vas más la marcha…”
Me rio; “mamá, es para distraerme; no puedo ni quiero buscarme malos rollos ni problemas. No te creas que hoy día se puede opinar de las cosas así como así…
Y es ahí cuando mi madre me mira de esa forma que sólo ella sabe, que cuenta sin contar, que hiere y que acaricia. Que me pone alerta de lo que aún no ha pasado, y te recuerda todo lo que ocurrió.
¿Problemas?; me sonrojé. No dicen nada sus labios. Pero todo sus ojos. Veo pasar por ellos, a la velocidad de la luz, los años de sacrificio y trabajos para poder estudiar, un poco,  en la academia que había cercana a su pueblo. El esfuerzo de mi abuela para venir a vivir a León, trabajar en Renfe (de aquella, una señora) y criar a sus hijas ella sola. El estupor de una niña de cinco años a la que no dejaban cantar en el coro de la iglesia porque su padre era de no sé qué bando, de no sé qué color. El esfuerzo sobrehumano de mis padres para que sus hijos pudieran estudiar. Un poco.
El silencio atronador aplacado por su risa. El vacío oscuro y profundo disimulado por sus manos cosiendo; el miedo, enterrado bajo muchos tulipanes en todas la primaveras de mi infancia. Y aquel libro que esconde en alguna parte, releído tantas veces, que atrapa en sus páginas amarillentas todos esos viajes, y todos esos mundos,  y todos esos Príncipes, y todos esos sueños.  Que nunca fueron, que quedaron guardados en un túnel de tiempo y amor para que fueran algún día, o para que fueran míos. Para una aprendiz de supervivente, que puede que llegue algún día a graduarse, sobre todo ahora, que están jodiéndonos el mundo (por el que tanto  peleaste con la vida) a las dos.
Así que, mamá, la ñoñada de hoy, va por ti.




SANGRE CALIENTE
En el lugar donde nos hospedamos estas últimas vacaciones al lado del mar de mares (que es océano), una familia gallega tenía una tortuga preciosa viviendo en una piscina, bajo un hórreo. Haciendo alarde de mi excepcional don para bautizar a cualquier bicho viviente de forma original y precisa, la llamé Tortu; diminutivo de tortuga, por si a alguien se le escapa…
Y es que soy siempre muy original; a mi perro le puse Thor. Nunca habrían pensado los Vikingos que, uno de sus mayores legados a la humanidad (entre muchos otros), sería que una vasta parte de la población occidental romanizada, cristianizada y capitalizada, en los albores de la era espacial y tecnológica, llamaría a su perro, Thor. Hecho este, cuya lógica no encontraría ni el mismísimo Descartes.
Pues bien. Tortu salía todas las mañanas a tomar el sol encima de una piedra de su estanque, para regular su temperatura. “Es porque es de sangre fría”, les decía la lista de mí a mi marido y a mi hermana…” Que, por lo visto, ya ni siquiera eso es exactamente así…
Cuando alguien se acercaba, se tiraba en plancha al agua, y se encondía. Era muy tímida, para ser una tortuga, pensaba yo, (…pobre Descartes), y me llamaba poderosamente la atención.
Un atardecer me acerqué despacito a ella, y me senté en una esquina del hórreo para observarla sin asustarla. Tenía la parte superior del cuerpo fuera del agua, con la cabecita estirada, y sus patitas delanteras apoyadas en la roca. De pronto, me habló. Yo creí que estaba alucinando, y probablemente era sí, pero la escuché claramente:
“Si no te acercas más, no me iré”
“De acuerdo”, le dije.” Dime, tortuguita, ¿por qué tienes tanto miedo de la gente? es que te han hecho algo?”
“En realidad, no; viene gente normal por aquí; veraneantes, principalmente. Escucho sus conversaciones escondida bajo el agua, y hablan de sus cosas. Del tiempo, de lo bonita que estaba la playa…y de las noticias y la actualidad de su mundo. He escuchado cómo sus jefes les tratan, cómo sus compañeros se comportan cuando peligra su trabajo, cómo y quién maneja sus ahorros y su educación, y cómo gobiernan sus ciudades y hogares sus líderes.
Y, no es que tenga miedo de ellos. Es que tengo terror de su mundo. Me sumerjo en el mío si se acercan mucho, y procuro que no me quieran tanto, como ellos se quieren entre sí”
“¿Y tú?”, me preguntó; “¿te ocurre todo eso que cuentan, también?”
Me sentí incómoda al pensar que me estaba preguntando una tortuga si me afectaba la crisis, si mis compañeras de trabajo habían sido hipócritas o insolidarias en alguna ocasión; si sabía de algún caso de cobro de dinero en sobres y en megasobres por parte de concejales o empresarios. Si sabía del mobbing, del tercer mundo, de la corrupción, del desasosiego, de la impotencia y la desesperanza, y de en qué queda la sensación de vivir de la que  te hablan los anuncios de la tele. Y me sentí aún más incómoda al pensar que tendría que contestarle a una tortuga que vive debajo de un horréo, que sí. Que lo conocía. Que era cotidiano. Que mi mundo estaba tejido con el hilo asfixiante  de la inmundicia. Decirle, desde mi posición de bípeda y morena veraneante, a un reptil que habita dos metros cuadrados de charco, que todo era tal cual lo había escuchado. Algo peor…Me pareció tan cruel…
Y mentí. Y le dije “…¡Que va! -incluso reí- A mí me va muy bien. Me gusta ir a las montañas, y venir a ver mi mar. La vida es un regalo, y existe gente también maravillosa. Nosotros también hemos inventado el amor, la familia, el arte….Hay cosas extraordinarias aquí fuera, Tortu.
Se cauta y no te acerques demasiado, pero tampoco nos tengas tanto miedo a todos…”
Tortu me miró y, en sus pupilas brillantes y limpias de rencor, había escrito un contundente ¿seguro?
“Bueno…”, rectifiqué;” mejor sigue escondiéndote. De todas formas, si sólo has hablado conmigo, es posible que las dos estemos locas de remate…”
El atardecer lo había teñido todo de rojo, sin darnos cuenta. Al fondo, un mar cobrizo e irreal tapizaba todo lo que existe hasta el sol. Unas risas lejanas  me recordaron que me esperaban para cenar. Tortu dejó que le hiciera unas fotos, ya sin hablar. Me alejé despacio y miré un momento atrás. Una familia acababa de llegar, los niños corrieron hacia el hórreo. Tortu me miró con compasión. Y  se tiró al agua, como alma que lleva el diablo.






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