Un día se me ocurrió enseñarle a mi madre el blog. Sí, lo sé…Pero una madre, es una madre. Yo la miraba anonadada mientras “pasaba las páginas”, con su dedo modelado por la artrosis, por la pantalla táctil de mi móvil de última generación, con una habilidad que me hizo avergonzarme de mi vanidad. Mi madre tiene setenta y cinco Junios. Cuando acabó, le pregunté qué le parecía.
”Muy bonito”, me dijo. Como cuando era pequeña y le enseñaba uno de mis dibujos, y me decía: “es precioso, hija; y esto… qué es, un árbol?...”
“No, mami: es un oso”
“Ah, claro! que tonta” yo me quedaba mosca, trataría de esforzarme con los osos. Pero me sentía la niña más feliz del mundo.
Por tanto, como nos conocemos desde entonces, le digo: “¿Es un poco ñoño, no, mamá?…Se sincera”, esperando que ¡por dios!, no sea demasiado sincera.
Y, efectivamente, siendo sincera en la justa medida, me responde: “bueno….un poco. Pero ya sabes que a mí me vas más la marcha…”
Me rio; “mamá, es para distraerme; no puedo ni quiero buscarme malos rollos ni problemas. No te creas que hoy día se puede opinar de las cosas así como así…
Y es ahí cuando mi madre me mira de esa forma que sólo ella sabe, que cuenta sin contar, que hiere y que acaricia. Que me pone alerta de lo que aún no ha pasado, y te recuerda todo lo que ocurrió.
¿Problemas?; me sonrojé. No dicen nada sus labios. Pero todo sus ojos. Veo pasar por ellos, a la velocidad de la luz, los años de sacrificio y trabajos para poder estudiar, un poco, en la academia que había cercana a su pueblo. El esfuerzo de mi abuela para venir a vivir a León, trabajar en Renfe (de aquella, una señora) y criar a sus hijas ella sola. El estupor de una niña de cinco años a la que no dejaban cantar en el coro de la iglesia porque su padre era de no sé qué bando, de no sé qué color. El esfuerzo sobrehumano de mis padres para que sus hijos pudieran estudiar. Un poco.
El silencio atronador aplacado por su risa. El vacío oscuro y profundo disimulado por sus manos cosiendo; el miedo, enterrado bajo muchos tulipanes en todas la primaveras de mi infancia. Y aquel libro que esconde en alguna parte, releído tantas veces, que atrapa en sus páginas amarillentas todos esos viajes, y todos esos mundos, y todos esos Príncipes, y todos esos sueños. Que nunca fueron, que quedaron guardados en un túnel de tiempo y amor para que fueran algún día, o para que fueran míos. Para una aprendiz de supervivente, que puede que llegue algún día a graduarse, sobre todo ahora, que están jodiéndonos el mundo (por el que tanto peleaste con la vida) a las dos.
Así que, mamá, la ñoñada de hoy, va por ti.
SANGRE CALIENTE
En el lugar donde nos hospedamos estas últimas vacaciones al lado del mar de mares (que es océano), una familia gallega tenía una tortuga preciosa viviendo en una piscina, bajo un hórreo. Haciendo alarde de mi excepcional don para bautizar a cualquier bicho viviente de forma original y precisa, la llamé Tortu; diminutivo de tortuga, por si a alguien se le escapa…
Y es que soy siempre muy original; a mi perro le puse Thor. Nunca habrían pensado los Vikingos que, uno de sus mayores legados a la humanidad (entre muchos otros), sería que una vasta parte de la población occidental romanizada, cristianizada y capitalizada, en los albores de la era espacial y tecnológica, llamaría a su perro, Thor. Hecho este, cuya lógica no encontraría ni el mismísimo Descartes.
Pues bien. Tortu salía todas las mañanas a tomar el sol encima de una piedra de su estanque, para regular su temperatura. “Es porque es de sangre fría”, les decía la lista de mí a mi marido y a mi hermana…” Que, por lo visto, ya ni siquiera eso es exactamente así…
Cuando alguien se acercaba, se tiraba en plancha al agua, y se encondía. Era muy tímida, para ser una tortuga, pensaba yo, (…pobre Descartes), y me llamaba poderosamente la atención.
Un atardecer me acerqué despacito a ella, y me senté en una esquina del hórreo para observarla sin asustarla. Tenía la parte superior del cuerpo fuera del agua, con la cabecita estirada, y sus patitas delanteras apoyadas en la roca. De pronto, me habló. Yo creí que estaba alucinando, y probablemente era sí, pero la escuché claramente:
“Si no te acercas más, no me iré”
“De acuerdo”, le dije.” Dime, tortuguita, ¿por qué tienes tanto miedo de la gente? es que te han hecho algo?”
“En realidad, no; viene gente normal por aquí; veraneantes, principalmente. Escucho sus conversaciones escondida bajo el agua, y hablan de sus cosas. Del tiempo, de lo bonita que estaba la playa…y de las noticias y la actualidad de su mundo. He escuchado cómo sus jefes les tratan, cómo sus compañeros se comportan cuando peligra su trabajo, cómo y quién maneja sus ahorros y su educación, y cómo gobiernan sus ciudades y hogares sus líderes.
Y, no es que tenga miedo de ellos. Es que tengo terror de su mundo. Me sumerjo en el mío si se acercan mucho, y procuro que no me quieran tanto, como ellos se quieren entre sí”
“¿Y tú?”, me preguntó; “¿te ocurre todo eso que cuentan, también?”
Me sentí incómoda al pensar que me estaba preguntando una tortuga si me afectaba la crisis, si mis compañeras de trabajo habían sido hipócritas o insolidarias en alguna ocasión; si sabía de algún caso de cobro de dinero en sobres y en megasobres por parte de concejales o empresarios. Si sabía del mobbing, del tercer mundo, de la corrupción, del desasosiego, de la impotencia y la desesperanza, y de en qué queda la sensación de vivir de la que te hablan los anuncios de la tele. Y me sentí aún más incómoda al pensar que tendría que contestarle a una tortuga que vive debajo de un horréo, que sí. Que lo conocía. Que era cotidiano. Que mi mundo estaba tejido con el hilo asfixiante de la inmundicia. Decirle, desde mi posición de bípeda y morena veraneante, a un reptil que habita dos metros cuadrados de charco, que todo era tal cual lo había escuchado. Algo peor…Me pareció tan cruel…
Y mentí. Y le dije “…¡Que va! -incluso reí- A mí me va muy bien. Me gusta ir a las montañas, y venir a ver mi mar. La vida es un regalo, y existe gente también maravillosa. Nosotros también hemos inventado el amor, la familia, el arte….Hay cosas extraordinarias aquí fuera, Tortu.
Se cauta y no te acerques demasiado, pero tampoco nos tengas tanto miedo a todos…”
Tortu me miró y, en sus pupilas brillantes y limpias de rencor, había escrito un contundente ¿seguro?
“Bueno…”, rectifiqué;” mejor sigue escondiéndote. De todas formas, si sólo has hablado conmigo, es posible que las dos estemos locas de remate…”
El atardecer lo había teñido todo de rojo, sin darnos cuenta. Al fondo, un mar cobrizo e irreal tapizaba todo lo que existe hasta el sol. Unas risas lejanas me recordaron que me esperaban para cenar. Tortu dejó que le hiciera unas fotos, ya sin hablar. Me alejé despacio y miré un momento atrás. Una familia acababa de llegar, los niños corrieron hacia el hórreo. Tortu me miró con compasión. Y se tiró al agua, como alma que lleva el diablo.
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Las verdades de las madres nos hacen crecer.
ResponderEliminarGracias a ella has creado esa maravilla.
Cuando pienso en "crecer", hago como la tortuga, me tiro al agua y me escondo...Ya me saca luego mi madre de las orejas, ja ja
EliminarUn abrazo muy grande
Supongo que esconde la cabeza para no ver lo horrible, pero la asoma, y ve lo hermoso, y se tienta. Un abrazo.
ResponderEliminarEsa dualidad entre lo hermoso y lo horrible, la tiene loca a la pobre; porque no los puede separar.
EliminarUn abrazo.