El viento le traía hoy a Dana olores distintos, a los que apenas podía atender. Acurrucada en el ángulo que las enormes patas de Muba formaban con su vientre, escuchó su propia voz en un gemido suave, largo, y espontáneo, que cruzó las eternas tierras rojas y ocres, abrazó los árboles solitarios y despertó a las manadas lejanas de leones de su sueño, ajeno a este dolor.
Muba estaba fría. Su cuerpo inmenso como el firmamento yacía en una pose dulcemente lánguida sobre un suelo polvoriento que absorbía los colores anaranjados del amanecer. Su amiga y compañera, su otra mamá, había dejado de respirar. Los ojos jóvenes de Dana miraron, a través de un velo de agua, aquellos días, tan nítidos ahora, en que fue feliz.
Muba apareció un día cualquiera. Enseguida fue aceptada por la manada, sobre todo por Dana y por su madre, a pesar de ser tan extraña….No tenía colmillos, era extraordinariamente grande, y sorprendentemente ágil. Sus orejas enormes se movían con otro compás, y su andar hipnótico y elegante hacía que la siguieras, allá dónde siempre, sabía que iba. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos. En su mirada limpia, profunda y brillante, vivía la sonrisa del Universo. Unas ventanas de luz a través de las cuales, Dana conoció el arte de vencer al tiempo, empatizar con la misma vida, y dominarla sin poseerla.
Llegó sola, Dana no sabía de dónde. Nadie lo sabía, y a nadie importó. Su figura fuerte y esbelta quebró el horizonte monótono de las tardes, y llenó los vacíos de todos con su silenciosa, enigmática presencia. Muba no tenía familia, ni había tenido hijos. Paseaban juntas, retozando entre el lodo fresco del recodo del lago. Recorrían cautas y veloces caminos que, Dana, no sabía que existían. Enseguida grabó en su memoria las mil formas de ver y escuchar que Muba le enseñó, esa inusual forma de moverse, y el inconfundible destello de sus ojos al mirar el atardecer, recostada, como si no existiera el tiempo, al borde de la colina dorada desde la que contemplarían juntas, mil y una tardes, el sueño del sol.
Muba llevaba mucho tiempo inmóvil ya. Debían irse. La trompa de Dana acaricó, en un movimiento que reconoció al instante, la piel áspera y gris de Muba. Había vivido mucho más que nadie. Más que su mamá, incluso. Se puso lentamente en pie, se giró hacia ella, y se arrodilló a su lado. Apoyó su cabeza tiernamente en la de ella. Su manada, a unos pocos metros, la esperó muchas horas.
Después, cuando los últimos colores del día sostienen a la primera estrella, se fue. Los suyos la siguieron en silencio; muy de cerca, para siempre.
Dana entrelazó la pequeña trompa de su hija con la suya y, con un paso inusualmente ágil, la condujo por la suave elevación que conduce al borde de la colina. A pesar de su corta edad, Kara, una extraña y preciosa cría sin colmillos, como su papá, distinguía un carácter extremadamente especial en su madre, la matriarca de su manada. La siguió, ingenua y poderosamente feliz, e imitó esa forma de ella de recostarse, como si no existiera el tiempo, mientras contemplaba, plena de amor, el inconfundible destello de sus ojos al mirar el atardecer.
Preciosa historia maravillosamente contada.
ResponderEliminarGracias!, se me ocurrió porque me contó mi marido un documental sobre elefantes que vio hace poco en la tele. Me emocionó.
EliminarUn abrazo
Qué maravilla. Es imposible no conmoverse frente a una "existencia" tan drásticamente opuesta a la nuestra, a la tan vertiginosa y egoísta existencia nuestra. Un abrazo.
ResponderEliminar"Ahí le has dado!!", Darío, se dice por aquí...
EliminarEs muy curioso (y da que pensar) que, muchos de los calificativos acuñados por nosotros, los humanos, para definir ciertos valores o aptitudes vitales (lealtad, compasión, tolerancia...), sean ellos, los que llamamos animales, los que en realidad los posean, y practiquen.
Un abrazo