sábado, 17 de agosto de 2013

DE DUENDES



-          Te has pasado, Lar- Nyra replicó a su hermano menor en el tono especial, el único que Lar respetaba.-No me gusta verla así.
Lar frunció un poco el ceño, incluso pareció entristecerse un momento.  Enseguida se recuperó. Los movimientos rápidos e histéricos de Elena por toda la estancia, arrancaron otra risilla maliciosa del pequeño.
-          ¡Que se lo devuelvas!- Nyra empezaba a enfadarse de vedad.
-          Está bien- contestó Lar, algo airado. Pero que conste que lo hago porque es la única con la que podemos ir  al bosque.

Después de un buen rato llorando, mientras revolvía sin coherencia toda su habitación, Elena bajó. Se sentó en un rincón del sofá, sin acomodarse mucho. La penumbra reinaba ahora en un hogar habitualmente invadido por la luz alegre de las últimas tardes, más frescas, del verano.
Su pensamiento viajó un instante a los colores del otoño que, pronto, regresarían como un bálsamo para el  irreal y tórrido frenesí del verano. A Elena le gustaba el sol; pero no tanto. Entre destellos dorados viajó al tiempo en que paseaba con su madre entre árboles canela, mientras su padre se afanaba en preparar la vendimia. El marrón tan viejo de los muebles la trasladó a otra época, a la que cada vez tardaba más en llegar, llena de matices, de sonidos y olores distintos a los de hoy.

Una especie de chillido agudo que reconoció al instante, la hizo levantarse y, sigilosamente, acercarse al gran ventanal al lado de la chimenea. La pequeñísima golondrina la miró fijamente, sin ningún temor, con su cabecita ladeada, como preguntándole algo. Y, en un momento que pareció el corte traicionero y limpio de una daga que no ves venir, levantó su vuelo, y se fue.



-          Hasta pronto, amigas-. Su conversación imaginaria con las golondrinas era normal. Le encantaban. Eran fascinantes. Siempre volvían. A pesar de que su vecina se empeñaba en destruir sus nidos y  gritarles enfurecida por mancharle las ventanas. Siempre podía esperarlas. Siempre estarían allí en primavera, ese día mágico en que las encontraba, recién levantada, sobrevolando su balcón, como saludándola otra vez. Ese día en que todo era nuevo, y todo saldría bien.

De repente recordó el joyero de terciopelo verde  que le había regalado su hermana. Volvió corriendo arriba, entró en su habitación y lo localízó en la esquina más protegida de su mesa. Allí estaba su collar. No recordaba haberlo puesto allí, aunque tenía  buena memoria. Que extraño. Inmaculado, con sus piedrecillas verdes, doradas, violetas, ocres, luciendo brillante como nunca. Lo cogió suavemente y lo besó. Después, lo dejó donde estaba siempre, o siempre debía haber estado. Su amuleto más preciado; se rio de sí misma, y de su fijación con ciertos objetos, de gran valor sentimental  para ella.
Bajó corriendo las escaleras, levantó todas las persianas y, con la luz de la tarde invadiendo un espacio en otro tiempo gris, cogió su móvil y llamó a su hermana

-          Ya lo encontré, Sara. ..Sí, en el joyero- rio un momento. Lar tembló, invadido por una emoción desconocida para él; se sorprendió, y se sintió distinto. Nyra sonreía. La risa franca y musical de Elena era diferente. Ningún otro humano emitía un sonido igual, o al menos, él no lo había oído jamás.
Entre unas orejillas puntiagudas y un flequillo muy rubio y muy desaliñado, los ojos de Lar, tímidos ahora,  avanzaron la mirada y  encontraron  los de Nyra, que como dos enormes almendras del color de los ojos de los gatos, se clavaron en los suyos, atravesando la penumbra del salón, cual la espina más fina de la más bella de las rosas. La mueca dulce y satisfecha de su hermana, le hizo sonrojarse.
Elena, por supuesto, no les veía, ni sabría nunca que existían. Aunque siempre estarían con ella y, después de siempre, con su recuerdo.

-          De acuerdo- la voz de Lar sonó sincera. Jamás arrepentida, un duende no hace eso.
-           La próxima vez que vayamos  al bosque, dejaré que encuentre al fin las frambuesas, y esa flor que tanto le gustó aquella vez.
-          Te dije muchas veces que ella era distinta-, Nyra contestó con cierta suficiencia, desde su sonrisa perfecta.



Se quedaron un buen rato mirándola, casi todo el atardecer. Sentados en la aérea cornisa de la chimenea, observaron cómo Elena se preparaba para cenar. Lar no pestañeó mientras analizaba sus movimientos elegantes, su canturreo feliz, sus rizos castaños resbalando por los hombros. Y esa sonrisa que no había visto.  Y se le ocurrió pensar que, algún día, le enseñaría el sendero oculto tras cien hayas, el que conducía  a aquel claro sagrado del bosque, a aquella fuente mágica dónde las hadas hacían las piedras de la Dicha, muy parecidas a las que formaban su gastado y querido collar.





2 comentarios:

  1. Quisiera que esos duendes me llevaran por esos caminos del bosque.
    Yo también, como Elena, quiero a las golondrinas.

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    1. Yo también lo quisiera, Maria Jesús; las golondrinas ya pronto se irán...y falta menos entonces para que vuelvan
      Un abrazo muy grande

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